viernes, 11 de enero de 2008

Representaciones del ‘yo’ en escritores del interior: novelas del desconcierto, novelas abatidas

El cuerpo y el deseo (de escritura), en tanto territorios de cruce entre el yo y los otros, entre la historia íntima y la colectiva, le disputan a los autoritarismos el espacio simbólico de la memoria
Margo Glantz
En la década de los años ‘90’ se advierte todavía la continuidad de una línea temática que resiste al olvido en tanto la memoria individual y/o colectiva protagoniza los espacios labrados por la narración. Una de las líneas, dentro del sistema literario de esta década, no interrumpe la trayectoria de la violencia como materia que define procesos históricos claves: cataclismos político-sociales endémicos y sus relaciones causa-efecto; las penurias individuales padecidas por los sujetos sociales en épocas de la dictadura: represión, miedo, silencios, exilios, muerte; absorbidas por las crisis de personalidad de los sujetos y la necesidad de nuevas búsquedas identitarias.
Las transformaciones no se producen en torno a las temáticas; los quiebres y las rupturas llegan por vías estéticas que se conjugan según intencionalidades de cada texto; de ese modo, la tarea expresiva del lenguaje acude a convenciones diversas para ficccionalizar las historias de vida y sus relaciones con lo social; o sea, las variables se dan en las elecciones que tiene cada escritor a la hora de seleccionar los modos de decir la realidad.
En esta oportunidad, me interesa observar la presencia de la memoria desde las modalidades del “yo”, sus tonos, prohibiciones y franquicias. Las novelas elegidas se enlazan en el hilo constructor de la violencia, de la muerte, del padecimiento de la historia, pero marcadas por la diferencia que implica la identificación de los escritores con determinadas escuelas estéticas. Arte y “juego” literario definen cuánto más o menos transgresoras pueden llegar a ser las narraciones, en lo que incide invariablemente el apego al rigor de las formas, el trabajo desmesurado con el lenguaje, ampuloso, exuberante y hasta lírico en ciertas prosas, a diferencia de otras manifestaciones literarias concentradas a partir de fórmulas de la cotidiana espontaneidad.
He seleccionado dos novelas aparentemente incompatibles entre sí, pero que han sido producidas en los años ’90 y han tomado el período de la última dictadura en la Argentina, entre 1976-1983. Las diferencias entre ellas están presentes en la propuesta entre lo artístico y la forma de trabajar el contexto, una, construida desde la mirada de una mujer escritora, exiliada y enferma; y la otra, desde la focalización de un periodista, con algo de intelectual, que trabaja en los medios. Estas novelas, tanto Fragmentos de siglo (1999) de Liliana Bellone, autora salteña; y Una lágrima por el cóndor (1995), del santiagueño-tucumano Dardo Nofal, politizan la literatura, sobre todo la segunda, (no es una cuestión de tomar partido sino que la desvían del camino propio de la literatura) y a la vez, casi en el borde con el ensayo, aportan reflexiones sobre el campo mismo de la literatura y del arte poético.
En ambos casos, un factor presencial ineludible es la memoria de los argentinos construida desde la captación de un pasado difuso por la multiplicidad de voces que asumen el relato y que se involucran con los hechos a través de la memoria individual con la memoria colectiva, y en las representaciones públicas y oficiales del pasado; otras narraciones abarcan la memoria exclusivamente desde un ‘yo’, desde un recuerdo muy personal que también es parte del sistema de producción social de la memoria que incluye a la memoria cívica y a la del receptor. La voz o las voces alternan desde la responsabilidad como testigo y/o como protagonista de los hechos que se refractan.
Esto tiene que ver también, con las condiciones simbólicas con las que se adecuan los textos, sus figuras retóricas, sus imágenes, su estilo, al punto tal que algunas novelas pueden instalarse en el campo de lo exclusivamente vernáculo, mezcladas con lo local tanto como espacio o como problemática histórico-social. En algunas novelas se produce el retorno de la subjetividad reforzada por la presencia directa del “yo”, o bien, la reapertura de la fuerte convocación de la representación verosímil, caso Nofal; por el contrario, en otras, caso Bellone, el absurdo, y la parodia hacen de lo narrado un espacio de tanta incertidumbre y ambigüedad que parece que estamos ante la presencia de mundos fantásticos; sin embargo en ninguno de los casos, la memoria y la historia son ausencia, dicen, cercanas al referente o simulándolo.
La memoria tiene un lugar importante, sostenerla y afirmarla, adscribirla a los cuerpos es una fórmula de sobrevivencia para el discurso de estos dos escritores; esto los acerca auque no los iguala; tampoco los iguala el uso de la 1º persona, que en Nofal se predispone al relato con una “voluntad autobiográfica” más marcada que en el de Bellone, espacio en el que el “yo” se “dilata”, a veces como una figura muy difusa, a través de los intersticios por donde penetran otras voces que suman versiones. Aquí yace una de las diferencias de la escritura.
En Fragmentos de siglo se prescinde de espacios concretos, reconocibles pues dicen el camino de un exilio que va recordando Ana desde un tiempo saturado de imágenes del recuerdo, en la lejanía del desarraigo; la realidad espacial dice y no dice del contexto de la dictadura; sin embargo la memoria reconstruye en un acto de permanente desvío. Poética de la fragmentación, muy resbaladiza. En Una lágrima por el cóndor, se ofrece un panorama contrario, una realidad con fuertes tonos localistas con un adulto que recorre los caminos del tiempo desde la niñez con los asombros y dolores propios de la vida, repasada por una cronología más ordenada aunque somete la narración a algunos pequeños quiebres temporales. De este modo las estéticas de ambas novelas se van distanciando y hasta oponiendo.
La construcción de la memoria, anclada en las marcas del ‘yo’ está hecha de retazos, como indica el título de la novela de Bellone, hecha de fragmentos propios y ajenos, a los que se suman las reflexiones sobre la labor narrativa. Quiero destacar que desde esta perspectiva, la literatura es un bricolage, en el que se ponen en contacto y dialogan, para aceptarse y/o rechazarse, la materia artístico-poética de diferentes procedencias que a través de su entramado, abordan la “intertextualidad” no sólo escrituraria sino cultural.
La memoria se recorta, se desordena para volver a ordenarse con el profundo dolor del que se va o del que no está. El personaje de Ana escribe cartas. Es una escritora y esto funciona para que le permita enclavarse en la literatura y además, atravesarla; literatura de la literatura a lo fines de definir una generación, una genealogía; una escritura que la nombra, una escritura en la que se autonombra, mientras las otras voces de los cuadernos, las cartas, los diarios íntimos, rescatan a los cuerpos del olvido:
A veces, Santinago me traía algún libro robado, que era también una bella costumbre antiburguesa e intelectual que desafiaba los principios de la propiedad privada. Vinieron así a parar a mis manos Onetti, Pavese, García Márquez, Rulfo, Sábato, Cortázar…” (51)
Luego de este desborde mío, me pregunto qué piensas tú, qué recuerdos te recorren, como ahora a mí, y te llenan de melancolía. …(79)
La melancolía es como un tono monocorde a lo largo de la novela atravesada por los recuerdos de soñadoras juventudes, después desamparadas y hoy abatidas por la historia.
La misma melancolía se advierte entre los personajes que deambulan los espacios construidos por Nofal, producto de un pesimismo de hondas huellas subjetivas. La memoria se abre aquí a través de una metáfora cruel; se gesta en la violencia, principio sostenido por la presencia félida de la figura del cóndor que se resignifica en su proyección a otros significantes culturales, propiamente latinoamericanos como fue aquel “plan sanguinario e inhumano” de las dictaduras chilena, argentina y paraguaya, entre Pinochet, Videla y Stroessner. La novela duele a través de una sumatoria de muertes que se anuncian desde la infancia del narrador y avanzan con el horror de otras muertes adultas y el dolor grabado en la lágrima; un dolor que se agiganta desde el inicio de cada capítulo, allí se condensa, luego se expande a través del deterioro de los vínculos humanos y sus relaciones con la sociedad, en tiempos históricos álgidos:
En esta furia del dolor, el viento columpia la vida hacia la noche. Ceguera del hombre, juego de Dios, sin Judas comprando ni vendiendo… (61)
Pero cada vez que en estos casos me despierto se me incendia la pura memoria y termino llorando. Se me aflojan las ganas de todo y hasta me parece que desde aquello que sucedió una noche de verano mi vida avanza nada más que en el almanaque. …(69).
La memoria, también selectiva es mucho más entrecortada en Fragmentos de siglo. El discurso no busca organizar los recuerdos, trata de entender aunque no hay construcción de certezas, aún en los conflictos individuales; en el ámbito de los sentimientos, los entrecruzamientos, encuentros y desencuentros delinean identidades no estables que trascienden a lo colectivo con el mismo afán de la duda, del desaliento y del agobio: Ana tumbada por el exilio y Oscar, desmoralizado y desalentado por presentes derribados. Bellone la construye por medio de una “literatura fragmentada” que por sus espacios huecos deja filtrar los recuerdos de una historia argentina mediata e inmediata. El ‘yo’ de esta novela, en su endeblez, se fracciona como la historia que filtra desde la memoria, aunque con una prosa más lírica, menos dura a pesar de los momentos dolorosos que se sueltan desde el recuerdo.
Si en Bellone el camino del recuerdo es un viaje desde el exilio hacia el pasado y su forma son las confesiones de cartas, cuadernos y diarios; en Nofal, sin fórmulas líricas, es un viaje de migración geográfica desde las periferias, lugares del campo santiagueño hacia El Bajo de San Miguel de Tucumán, otra periferia, espacio reconstruido internamente desde el adulto, un periodista relacionado con artistas y escritores del medio. Si bien, muestra un campo con las amenazas propias de su naturaleza, el viaje implica otra amenaza, la de la sociedad y de un sistema que descuida y que margina. Es un espacio más peligroso en donde circulan identidades múltiples como producto de estratificaciones sociales variadas.
Ambas novelas, con diferencias estéticas claras, se unen en la irresistible necesidad de volver a la memoria, atravesarla por fragmentos cargados de dolor, nostalgia y desconcierto del presente; ambas le dicen sí a la memoria y dan cuenta de la caída de la utopía de una generación que aniquiló el tiempo de las dictaduras. Sus discursos sostienen que la literatura tiene una función social y con ella mantener viva la memoria y evitar un país de identidades de desmemoriados, por ello, estas “voluntades autobiográficas” vuelven a los orígenes de sus vidas para evitar el borramiento de la esencia del ser, como dijo Italo Calvino1: Devenir sin dejar de ser, ser sin dejar de devenir.

Liliana Massara -Tucumán - Argentina

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