miércoles, 16 de abril de 2008

Carta de García Ferrer

Carta desde Tucumán

Leo en la página 246: “…Durante años, como miembro de la organización Montoneros había sido un militante más. “Vuelvo a ser Rodolfo Walsh”, decía ahora. Si somos agudos en la lectura ese ahora, pone una línea divisoria con aquel: durante años...” Las palabras, recogidas por Enrique Arrosagaray, son de Lilia Ferreyra, viuda de Walsh y hacen referencia al distanciamiento crítico de Montoneros, hacia finales de 1976, meses antes de que el escritor fuera asesinado por la Junta Militar argentina.

Lo que recuperé desde entonces fue el gusto por el viaje a ras de la tierra. En la mañana me despierto en Santiago del Estero, con “Rodolfo Walsh, de dramaturgo a guerrillero”, entre mis manos. Por las ventanillas del autobús todo es horizonte: el borde desértico noroccidental de una planicie que se extiende por centenares de kilómetros hasta las faldas de las sierras subandinas. En algún lugar, no muy lejano, debió producirse aquel encuentro entre el caudillo santiagüeño Juan Felipe Ibarra y el enviado del gobierno central de Buenos Aires que Arturo Jauretche, escritor, pensador y político argentino describiera con la ironía y lucidez que caracterizó su obra y con las que edificó su vida. Un caluroso día de verano, en la primera mitad del siglo XIX, bajo un sol impiadoso y el aire quieto que desdibuja los contornos, el delegado de Buenos Aires que acababa de descender de la diligencia, ataviado con levita y pantalones de paño, camisola, galera y zapatos abotinados, siente el hálito del monte achaparrado que sube hasta los cuarenta y cinco grados a la sombra y que se le cuela en todos los resquicios de su cuerpo, le inunda la nariz, garganta y bronquios mientras se esfuerza en cuidar su compostura. En frente, después de la caminata, tiene al caudillo santiagüeño con el torso desnudo, bombachas arremangadas, descalzo, sudoroso, recostado sobre su hamaca bajo la sombra de la galería del rancho. Mezquino con sus movimientos para eludir la temperatura ascendente de su cuerpo, el caudillo observa inmóvil la aproximación del visitante. El delegado, marcial, sufriente, dispuesto a enseñar compostura en ese desierto ardiente. Sus miradas se cruzan y una expresión certera se asienta en ambos como tácita exclamación compartida e inversa de su percepción de la vida: “¡Qué bárbaro!”.

Al entrar en Tucumán, con un fondo de montañas empañadas por la contaminación y la tierra de la estación seca, sigo enfrascado en Walsh. Pienso en los generales del “proceso” que, repitiendo una ceremonia que los proyectará a la eternidad en un décimo círculo del infierno, no revelado por Dante, enjugan su vejez entre las puertas laterales de los juzgados y la prisión domiciliaria. También en los cómplices civiles encubiertos por los uniformes del sexenio criminal.

A diferencia de porteños y bonaerenses, los tucumanos conocen la emigración desde la primera mitad del siglo pasado. El imaginario de la provincia no concebía otro destino más promisorio que Buenos Aires, “la ciudad de los sueños”, la frontera de sus esperanzas. A partir de la dictadura del sesenta y seis el mundo comenzó a ser un destino posible –y frecuentemente imprescindible- para los argentinos de Buenos Aires y se incorporó también como un segundo destino –y doble motivo- para abandonar una provincia, que en los últimos cuarenta años sólo pareció conocer el vértigo de un descenso sin límites.

En la ciudad se advierte –por primera vez en años- ese epifenómeno de la recuperación económica que es la construcción. Mirando las nuevas estructuras, los andamios, los vallados uno puede percibir la fragilidad de estas señales como símbolo del cambio. Un gran amigo, psicoanalista, define el estado general de las instituciones políticas y, sobre todo de la Universidad Nacional de Tucumán, una gran institución que –en su momento- fue referente en la construcción social y cultural de la región, con una advertencia de Pichón Rivière, “Cuando crecen los pasillos y se achican los recintos”.

Sin embargo, hay algo en la ciudad, en los amigos, en la gente con la que converso, que flota en el aire -¡y que no tiene que ver con la contaminación!-. Algo que se percibe en la voluntad, la decisión, el deseo, la existencia de planes y proyectos, en la ausencia recurrente de la fatalidad, en el acorralamiento de la angustia. La emergencia de algo nuevo. Tal vez aquello a lo que se refería T.S.Kuhn cuando señalaba –refiriéndose a la estructura de las revoluciones científicas y los cambios de conceptos que las preceden- que después de fracasos notables en la resolución de problemas surge un nuevo paradigma.

Son las diez de la mañana y me dirijo hacia el “Alto de la lechuza”. Asistiré a LETRARTE, un encuentro de escritores, ensayistas y poetas en donde debo encontrarme con Manuel Andujar directivo de la Universidad de Tucumán. Me acechan dos incertidumbres. Una es casi una banalidad: recuerdo el sitio al que me dirijo como centro de la vida bohemia, folklórica y sobre todo nocturna. Allí frente a una estación de trenes – los puertos de las ciudades mediterráneas- muy cerca de uno de los prostíbulos más célebres de la ciudad, la vida maduraba en la madrugada y se detenía con los amaneceres. Por eso las diez de la mañana para iniciar una actividad en aquella indestructible taberna del guitarrista y bandoneonista Segundo Aredes me parece una hora extraordinariamente tardía.

¿Tal vez algo nuevo emerge en esta sociedad? ¿Crecen los recintos fuera del ámbito de las instituciones tradicionales ? ¿Asistimos al declive de la forma de hacer política que presidió el último cuarto de siglo y llenó de pasillos las estructuras del estado? ¿La clase política permanece de espaldas a un cambio que se incuba y que hunde sus raíces en el conocimiento y la cultura? Lo que parece cierto es que ese cambio de paradigma se encuentra vinculado a lo que Ernst Bloch llama excedente cultural cuya existencia en la vida social no constituye un epifenómeno de lo material y, sin embargo, es lo que impulsa “lo real”, acompañado, en este caso, por el crecimiento de la economía y la “acumulación de superávit en la hacienda pública”.

Desde el improvisado estrado en el rincón sureste del salón Carlos Levy se dirige a una concurrencia de más de cincuenta personas “...soy judío hasta los huesos- señala- no soy israelí -subraya, mientras mira las paredes del salón que aún conserva los olores tibios de la noche- esta es mi tierra prometida, la de mi padre y la de mi abuelo que llegaron a Tucumán desde Rusia a principios del siglo pasado.”
Y a continuación lee la primera estrofa del “Martín Fierro” de José Hernández que acaba de traducir al djudeo-espanyol (ladino-sefardí):

Aki me meto a kantar yo
al tanyer de la gitara,
kualo al ombre ke lo apanya
un penseiro ingrandesido,
bilbiliko solitario
kon el dizir se konsola

Cuando cede la tarima, con un abrazo, a la poetisa Amira Juri, que ha regresado recientemente de Líbano de visitar a sus familiares, no puedo evitar un relámpago de emoción que brota de un orgullo lejano.

Aquí -me susurra Andujar, que se ha sentado a mi lado y opera como el baqueano que reconduce mi memoria- Segundo Aredes le preguntó a Atahualpa Yupanqui “-¿Qué hora es?-”
Era una de esas noches en las que acorralaban la oscuridad con versos, improvisaciones, rasgueos y contrapuntos. En el filo de esa madrugada de invierno en la que el sol acariciaba la montaña despidiendo a la noche, nació esa zamba que algunos cantan en francés y otros la dicen en inglés.
Atahualpa, miró la montaña y le contestó
“-Vine clareando-”.



Alberto García Ferrer
Octubre de 2006